jueves, 6 de marzo de 2008

Houellebecq


Tiburcio Samsa es un elefante erudito y bastante gamberro. Publica un blog imprescindible para todo aquel que se interese por Asia, el Budismo y la cocina china: Asia, Buda y rollitos primavera, no dejeis de entrar.
Como
Tiburcio es un viejo amigo y ha colaborado alguna vez en este blog, me ha permitido copiar una entrada del suyo sobre el escritor francés Michel Houellebecq. Es un poco larga, pero merece la pena:

Turismo sexual y literatura

Michel Houellebecq es un escritor de tesis. En sus novelas el relato no es más que una excusa para diseccionar sin piedad la sociedad en la que vivimos. El dictamen de Houellebecq sobre nuestra sociedad no puede ser más deprimente: carecemos de sentido y nos debatimos en un mundo cruel y absurdo, en el que el sexo es lo único que de una manera imperfecta y efímera nos puede proporcionar un poco de ese contacto humano que tanto nos falta. Pero incluso el recurso al sexo es una estrategia condenada al fracaso.

“Las partículas elementales” fue la primera novela que leí de Houellebecq. Es lúcida y absolutamente deprimente. La leí en un vuelo a Bruselas y las azafatas tuvieron que contenerme para que no abriera la puerta del avión y saltase. En “Plataforma” Houellebecq vuelve a sus temas favoritos, centrándose sobre todo en el fenómeno del turismo sexual. Como novela está menos conseguida que “Las partículas elementales”, lo ideológico se come a lo literario y la ideología última es “somos una mierda que vive en una sociedad de mierda y dura menos que un telediario”.

Michel, el protagonista, es un funcionario cuarentón, hastiado y de vuelta de todo. Su padre muere y decide irse de viaje a Thailandia. Este hombre sin ilusiones aún conserva la última de las ilusiones: que viajando escaparemos de nosotros mismos. Pero la publicidad del operador turístico no ha conseguido robarle toda la lucidez. Recién llegado a Bangkok, se mira al espejo y descubre que “... me parecía exactamente a lo que era: un funcionario cuarentón que intentaba disfrazarse de joven durante sus vacaciones; era deprimente”. Tan deprimente como habitual y en todo caso mejor que el cuarentón vestido de fiero corsario con el que coincidí una vez en el trayecto Bangkok-Madrid.

Houellebecq critica sin piedad los viajes organizados que quieren crear una sensación de que nos están sumergiendo en una sociedad misteriosa y exótica, cuando lo que ofrecen son escenificaciones. La realidad nunca es tan bella como la presentan los prospectos turísticos. La verdadera Thailandia no se encuentra en los bailes tailandeses que te ofrecen en Silom Village mientras comes comida local, ni en el hotel en madera de teka de Kanchanaburi. Para tener la experiencia de la verdadera Thailandia hay que pasear por un centro comercial impersonal en Bangkok, comer en una mesita en la calle por dos euros, atufado por el humo de los coches, y regatear con los vendedores callejeros de Sukhumvit, atento a los carteristas y rechazando (o aceptando, que de todo hay en la viña del Señor) las múltiples propuestas de las free-lances. Claro, que si eso apareciese en los folletos de viajes nos cargábamos el turismo, la primera actividad económica mundial en 2000, según Houellebecq.

Dentro de su crítica al turismo, Houellebecq aborda la cuestión del turismo sexual. Sus personajes hablan sobre el tema, o incluso lo practican, y presentan argumentos a favor y en contra. Los opuestos (todos mujeres) lo consideran una esclavitud sexual, en la que unos se aprovechan de la miseria de otros. “¿No encuentras escandaloso que cualquier cerdo seboso pueda venir a tirarse chicas por un trozo de pan?” Contraargumento: “No por un trozo de pan (...) Yo he pagado tres mil bahts, es casi el precio francés.” Y sigue el contraargumento: “No son tan pobres esas chicas (...) Pueden costearse motos y extras...” En el caso de Thailandia los contraargumentos se acercan más a la realidad. La chica que se dedica a la prostitución no lo hace para poder comer, sino como alternativa a un trabajo duro y mal pagado en una fábrica. Aparte de las conversaciones sobre el turismo sexual, hay descripciones del país escritas con la misma falta de imaginación que las descripciones de las guías de viaje. Tal vez el efecto haya sido buscado y Houellebecq haya querido retratar a los grupos de turistas que sólo pueden ver los países a través de los tópicos que les transmiten las guías. “... Del rey Ramathibodi no quedaba gran cosa, aparte de unas líneas en la Guía Michelin. La imagen de Buda, en cambio, estaba todavía muy presente y había guardado todo su sentido. Los birmanos habían deportado a los artesanos thais para construir templos idénticos, algunos centenares de kilómetros más lejos. La voluntad de poder existe y se manifiesta bajo la forma de “historia”; es en sí misma radicalmente improductiva...” Me ha gustado la última frase, pero habría preferido encontrármela en un ensayo, no en una novela.

El grupo de turistas llega a Phuket y el protagonista se adentra en una calle de bares de chicas, lo que da pie a nuevas reflexiones sobre el sexo y el turismo, que habrían quedado mejor en un ensayo. El protagonista piensa que “el turismo sexual es el porvenir del mundo”. Yo no diría tanto; dejémoslo en que es su presente. Viendo en un restaurante a extranjeros de distintas nacionalidades que han ido allí a por lo mismo (o a por lo único, según un amigo mío), dice: “En resumen, el mundo rico, o medio rico, estaba allí, respondía presente a la llamada inmutable y dulce del coño asiático.” Demasiado lírico para una novela tan descarnada. Me recuerda al “Proletarios del mundo, uníos”, pero en su versión globalizada del siglo XXI: “Fornicadores del mundo, uníos (en Asia).”

Ve a un viejo alemán con una chica sentada en sus piernas y piensa: “... tenía la sensación de estar asistiendo a una de las últimas alegrías del viejo, era demasiado emocionante y demasiado íntimo.” Entiendo lo que quiere decir y he visto esas escenas, pero el adjetivo que se me viene a la cabeza es distinto. Mi adjetivo es “patético”. Más tarde, hace decir a otro de los miembros del grupo: “La felicidad es una cosa delicada (...) es difícil encontrarla dentro de nosotros mismos e imposible encontrarla en otra parte.”

Al hilo de sus reflexiones sobre el turismo sexual, le da la vuelta al viejo adagio de que el nacionalismo se cura viajando. “... Uno de los primeros efectos del viaje, añadió, consiste en reforzar o crear los prejuicios raciales; pues, ¿cómo se imagina uno a los otros antes de conocerlos? Idénticos a uno mismo, está claro; no es sino poco a poco que se toma conciencia de que la realidad es ligeramente diferente (...) La noción de igualdad no tiene ningún fundamento en el hombre.” También le da la vuelta a los viejos conceptos marxistas sobre la competencia entre las naciones imperialistas por conquistar nuevos mercados. Lo que movería al mundo, sería la competencia entre los machos de distintas razas, “la competencia por las vaginas de las mujeres jóvenes”. Dentro de estas reflexiones hay un pequeño consejo sexual: “... el buen coño, dulce, dócil, ágil y musculoso, no lo encontrarás ya en una blanca; todo eso ya ha desaparecido por completo.” Al final el turismo sexual va a estar emparentado con lo de buscar playas vírgenes (no hay segundas intenciones; simplemente no se me ocurría otro adjetivo), porque las que teníamos en nuestro país ya las hemos contaminado.

Cerca ya del ecuador de la novela, se produce un hecho inverosímil: Valerie, una ejecutiva de éxito, apenas entrada en la treintena y muy atractiva, entabla una relación con el protagonista. ¿Qué posibilidades hay en la vida real de que un funcionario cuarentón, amargado y algo misántropo enamore a una mujer así? Menos de que a ese mismo funcionario cuarentón le abduzcan los extraterrestres y se lo lleven a Júpiter.

Terminan las vacaciones, la pareja Valerie-Michel regresa a Francia y Michel sigue reflexionando. El juego de la seducción se ha vuelto demasiado complejo y humillante para los hombres que, en cuanto tienen experiencia, prefieren irse de putas, aunque si pueden evitarlo, no con putas occidentales, que son auténticos desechos humanos. Y eso en el mejor de los casos; irse con una puta implica al menos un mínimo contacto humano. Los hay que prefieren las páginas guarras de internet y las pelis porno. Las mujeres occidentales lentamente se van volviendo como los hombres y pronto descubrirán que pagar por follar trae menos complicaciones y recurrirán también al turismo sexual. En estos tiempos de recesión económica mundial resulta reconfortante saber que al menos hay un sector prometedor de cara al futuro. Por cierto que el turismo sexual tal vez sea la única tabla de salvación que le quede a la sexualidad en Occidente. “La decadencia de la sexualidad en Occidente era ciertamente un fenómeno sociológico (...) echando una ojeada a Jean-Yves me di cuenta de que ilustraba perfectamente mi tesis (...) No es sólo que ya no follase, ni que ya no tuviese tiempo de intentarlo, sino que ya no tenía ni tan siquiera el deseo, y lo que era todavía peor, sentía que esta decadencia de la vida se insertaba en su carne, comenzaba a oler el aroma de la muerte.” Por un lado tenemos un Occidente lleno de personas que lo tienen todo, están insatisfechas y ya no encuentran satisfacción sexual. Por otro lado medio mundo que pasa hambre y carece de bienes, pero conserva su sexualidad intacta. En términos económicos diríamos que hay una oferta esperando su demanda.

Creo que algo hay de lo que dice Houellebecq. Las noches en las ciudades occidentales están llenas de hombres y mujeres que se buscan en los locales de ocio y no se encuentran. Pero no hay sólo una cuestión sexual. También está la falta de comunicación, la dificultad de entablar relaciones humanas auténticas. Mucho de lo que llamamos turismo sexual, no es sino turismo de cariño.

Es sobre la base de estas ideas que al protagonista se le ocurre un negocio: montar clubes de vacaciones en países del Tercer Mundo a los que los turistas puedan ir en busca de sexo. Calcula que el 80% de los adultos occidentales representan la clientela potencial. Me parece una estimación conservadora. Houellebecq describe con cierto detalle el modelo de los clubes: no tendrán zona infantil, por si había dudas; estarán también abiertos a los homosexuales... Incluso ha elaborado el slogan de la campaña promocional: “Eldorador Afrodita: porque tenemos derecho a darnos gusto.”

Con otro autor de aquí nos dirigiríamos derechos a un final feliz. Los clubes serían un éxito y la pareja Michel-Valerie viviría contenta y rica. Con Houellebecq eso no es posible. No desvelaré cómo se tuercen las cosas, pero lo cierto es que se tuercen horriblemente. Y tal vez la frase que mejor defina a la novela y al pensamiento de Houellebecq sea: “... decididamente el hombre no está hecho para la felicidad.”


Y ahora, que nadie se quede con las ganas de leer la novela de Houellebecq, porque la tenemos en la bibloteca.

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