El libro en papel vende, o al menos atrae a las multitudes. Es lo primero que se nos ocurre si acudimos durante el fin de semana a la Feria del Libro de Madrid.
Los libros en papel son mucho más vistosos para el carnaval del consumo, que la descarga incolora de su contenido en un aparato lector. El libro un objeto atractivo; el diseño de la portada, su textura, su olor y su tamaño compacto, están pensados para agradar. Tienen también la carga fetichista de haber sido objetos atesorados desde la adolescencia.
Es al llegar a casa cuando el farolillo de feria se desvanece, al comprobar que ya no caben en la estantería, y tendrán que ocupar algún lugar provisional, tumbados sobre los que compramos el año pasado, que languidecen ya un poco descoloridos. Tras los fuegos artificiales, la realidad de una casa pequeña en la que ya no caben más estanterías.
En un libro buscamos un compañero de fatigas, un buen consejero a quien acudir, y los libros almacenados en nuestra limitada biblioteca personal no siempre son tan elocuentes. Nos dice José Antonio Millán que el problema del libro es que lo que buscamos en él no se adapta a la industria de la novedad y del consumo rápido.
Las ventajas de almacenamiento y acceso que nos daría un libro electrónico, no entran dentro del negocio. Esa es la razón de que los dispositivos diseñados para la lectura de libros electrónicos, que nos permitirían llevarlos en el bolsillo a todas partes, no terminan de estar presentes a gran escala en el mercado.
También José Antonio Millán nos da la clave: China es el mayor productor mundial de aparatos electrónicos, y allí la fabricación de lectores de e-books entra en competencia con multitud de aparatos avalados por industrias mucho más florecientes: juegos de ordenador, música, telefonía móvil…
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